Aventura con el televisor

 


 

Una noche el doctor Verucci volvía a casa del trabajo. Este doctor Verucci era un empleado, a lo mejor de correos. Pero también podía ser un dentista. Podemos hacer todo lo que queramos con él. ¿Le colocamos bigotes? ¿Barba? Muy bien, barba y bigotes. Intentemos también imaginar cómo está vestido, cómo anda, cómo habla. En este momento se habla a sí mismo... Vamos a escucharle a escondidas:

—A casa, por fin a casa... Hogar dulce hogar... No puedo más, estoy verdaderamente cansado. Y además todo este jaleo, este tráfico. Ahora entro, cierro la puerta, señoras y señores, les saludo: todos fuera... cuando cierro la puerta de casa el mundo entero tiene que quedarse fuera. Esto al menos lo puedo hacer, vaya... Ya está. Solo, al fin solo... qué maravilla... Primero, fuera la corbata... Segundo, las zapatillas... Tercero, encender la televisión... Cuarto, la butaca, con el taburete bajo los pies, cigarrillo... Ah, ahora estoy bien. Y sobre todo, solo... so... Pero ¿usted quién es? ¿De dónde viene?

Una hermosa señorita sonreía amablemente al doctor Verucci. No estaba un instante antes, ahora se encontraba allí, sonreía y se arreglaba un collar sobre el pecho.

—Doctor, ¿no me reconoce? Soy la presentadora de la televisión. Usted encendió el televisor y aquí me tiene. Tengo que darle las noticias de última hora...

El doctor Verucci protestó:

—Más despacio, usted no está dentro del televisor como debería: está en mi casa, en mi diván...

—Perdone, ¿cuál es la diferencia? También cuando estoy en el televisor estoy en su casa y hablo con usted.

—Pero ¿cómo ha hecho para entrar? No me he dado cuenta... Oiga, ¿no habrá entrado a escondidas, verdad?

—Vamos, no le dé tantas vueltas... ¿Quiere o no las noticias del telediario?

El doctor Verucci se resignó:

—La cosa no acaba de convencerme, pero bueno... Puede empezar.

La hermosa señorita se aclaró la voz y comenzó:

—Entonces: en Inglaterra continúa la caza del temible bandido evadido de la cárcel de Reading. El comisario jefe de la policía ha declarado que según él el bandido se esconde en los bosques...

En ese momento el doctor Verucci oyó una voz que no provenía ni del televisor ni de la presentadora, sino de un punto indeterminado detrás de su cabeza. La voz dijo:

—¡Cuentos!

—¿Quién es? —se sobresaltó Verucci—. ¿Quién ha hablado?

—Es el bandido, ¿no? —dijo la locutora sin inmutarse—. Mire, estaba escondido detrás de su diván.

—Cuentos —repitió la voz—, no le voy a decir a usted dónde me escondo...

El doctor Verucci se levantó de golpe, miró hacia donde salía la voz y estalló:

—Pero, ¿cómo se permite? ¡Y encima armado! ¡Un bandido en mi casa! ¡Cosa de locos!

—¡Si es usted quien me ha invitado! —dijo el bandido saliendo de su escondrijo.

—¿Yo? Esta sí que es buena... Yo invitando a bandidos a hacerme visitas y tomar una copa...

—A propósito, ¿la tiene?

—¿El qué?

—La copa.

—Además de un bandido es un descarado. En primer lugar, declaro que no le conozco y que está aquí en contra de mi voluntad. Usted, señorita, es testigo.

—No, doctor Verucci —dijo la locutora—, no puedo testificar como usted quiere. Fue usted el que encendió el televisor...

—Ah, también el bandido...

—Desde luego, ha entrado en su casa desde el televisor, como yo.

—Bueno —dijo el bandido—, ¿me ofrece una copa o no?

—No faltaba más —contestó el doctor Verucci—, adelante, acomódese. Haga como si estuviera en su casa. Ya me he dado cuenta de que aquí no pinto nada. Es mi casa, pero no tengo ninguna autoridad. La puerta está cerrada, las ventanas atrancadas, pero la gente entra y sale y hace lo que le parece...

—Cómo se enrolla por una copa —observó el bandido.

—¿Sigo con las noticias? —preguntó la locutora.

Y Verucci:

—¿Por qué no? Siento curiosidad por ver cómo acaba esta historia...

Y la señorita volvió a adoptar el tono impersonal de las locutoras y anunció: El general Bolo, comandante de las tropas semánticas, ha declarado que reiniciará lo más pronto posible la ofensiva contra la república de Planavia y que la guerra no terminará antes de Navidad.

—Eso no es del todo exacto —dijo una nueva voz, al tiempo que se abría de par en par la puerta de un armario. Nuevo sobresalto del doctor Verucci.

—¿Cómo? Ah, quería decir. ¿Usted es el general Bolo, no? ¿Qué estaba haciendo en ese armario?

—Nada que le incumba —contestó el general.

—Ya, pero de todas formas quiero verlo, —dijo Verucci, llevando a cabo lo que anunciaba—. Bombas... Bombas en mi armario. ¡En mi armario, digo! ... ¿Qué tengo yo que ver con su guerra?, me gustaría saberlo...

El general Bolo rió a carcajadas:

—Estimado señor, mi trabajo consiste en dirigir a las tropas semánticas y ocupar el territorio de Planavia, no en contestar a sus preguntas. Estaba diciendo, aquí, a la señorita, que mi declaración ha sido mal interpretada. Mis palabras exactas fueron éstas: la guerra terminará antes de Navidad, porque destruiré, uno a uno, a todos los planavianos, sus ciudades las reduciré a cenizas, y sus campos quedarán convertidos en desiertos.

Llegados aquí, el bandido también quiso dar su opinión:

—Escuchen, escuchen, cuánta amabilidad: y a mí, pobre salteadorcillo de caminos, me están dando caza por toda Inglaterra. Me gustaría saber quién es, de los dos, el auténtico bandido...

—En cambio a mí —tronó el doctor Verucci— me gustaría saber cuándo se marchan todos: usted, querida señorita, y usted, señor bandido, y usted, señor general... ¡Esta es mi casa y quiero quedarme solo! No me interesa lo que hagan o lo que digan. Pero ya encontraré una forma de echarles. Ahora llamo a la policía y les denuncio por violación de domicilio. ¿De acuerdo? Y telefoneo también a los carabineros, que para eso están. Y además a los guardias urbanos, a los bomberos... Quiero comprobar si en mi casa soy o no el dueño... Quiero comprobarlo...

Pero mientras tanto, a medida que la locutora de TV continuaba con la lectura de las noticias, la casa de la que el doctor Verucci era único propietario y en la que contaba con permanecer solo y sin ser molestado, iba llenándose de gente de todas clases: masas de hambrientos, ejércitos en marcha, hombres políticos en la tribuna, automovilistas bloqueados por el mal tiempo, deportistas entrenándose, trabajadores en huelga, aviones en misión de bombardeo... Voces, gritos, cantos, insultos en todos los idiomas se mezclaban con ruidos, explosiones y estruendo de todas clases.

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—¡Basta! —gritaba el doctor Verucci—. ¡Traición! ¡Violación de domicilio! ¡Basta! ¡Basta!

* Primer final
* Segundo final
* Tercer final
* El final del autor

 


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